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chacho de unos quince años, de pelo rubio y ojos de pez, vestido de negro, con la chaqueta adornada con galoncitos bordados y diminutos botones de metal; en una palabra, el mismísimo muchacho que con tanta obstinación veía yo en mis sueños.

Estábase allí de pie, junto a la entrada del ascensor, aun vacilante y movedizo, y con un ademán lleno de gracia y de afabilidad invitábame a penetrar en él.

He de confesar que, por primera vez en mi vida. supe que verdadera, realmente, los cabellos pueden erizarse de horror en la cabeza de los más valientes.

Y entonces, como he dicho ya, retrocedí petrificado, sobrecogido de espanto, presa de pánico, y a grandes zancadas fuí bajando por los peldaños de la escalera que conducía al comedor.

Probablemente el ascensor esperó todavía unos instantes a otros viajeros, mientras yo permanecía en el vestíbulo, sentado en un sillón, procurando con el periódico que tenía en la mano calmar un poco u ocultar al menos mi turbación, pues sentía que debía de estar pálido como la cera.

Y luego... no sé... Tal vez transcurrieron algunos segundos, tal vez algunos minutos..., cuando, de repente, oí un horrible grito y acto seguido un formidable estruendo... y perdí el conocimiento.

Cuando volví en mí vi tendidos en el vestíbulo varios cuerpos humanos, envueltos a toda prisa en sábanas ensangrentadas.