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Era precisamente un coche de esos el que vi en mis sueños. Pero no acaba aquí la cosa.

Junto al carro fúnebre estaba de pie un muchacho de unos quince años, vestido de negro, con la chaqueta adornada con numerosos galoncitos bordados y diminutos botones de metal.

En cuanto se hubo percatado de mi presencia, abrió la puertecita trasera del corbillard e, inclinándose con amable deferencia, hízome una cordial seña con la mano, como invitándome a deslizarme en el interior.

Y a pesar de que en los sueños las cosas más inverisímiles y extraordinarias parecen ser muy sencillas y hacederas, recuerdo perfectamente que me sentí sobrecogido de terror; y tan brusco e impetuoso fué mi movimiento de retroceso, que di de cabeza con gran violencia contra el respaldo de la butaca en que dormía.

Como es de suponer, desperté al instante.

Al cabo de dos días la compañía de mi bella inglesa me hizo olvidar por completo aquel sueño singular; pero a la tercera noche volvió éste a repetirse con la más sorprendente exactitud. Y así continuó repitiéndose durante tres o cuatro noches, llegando al fin a molestarme sobremanera.

Lo que mayor extrañeza y maravilla me causaba en aquel sueño era precisamente la absoluta exactitud en la repetición de la misma casa, del mismo carro fúnebre y, sobre todo, del mismo muchacho, vestido de idéntica manera, y del mismo