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cabo de algún tiempo volviéronse tan mansas, que al darles de comer revoloteaban siempre numerosísimas en torno de su cabeza, y movíase el viejo en medio de aquellos blancos animalitos como un pastor entre sus ovejas.

Durante la bajamar recorría la arenosa orilla en busca de sabrosos caracoles y elegantes conchas de madreperla que la marea dejaba allí diseminados. A veces, a la luz del faro o de la Luna, cogía peces que hormigueaban entre los escollos. En una palabra, púsose a amar intensamente su islote pelado, en el que sólo crecían algunas plantas menudas y grasientas, que destilaban un jugo viscoso. El extenso panorama le compensaba con creces de aquella desnudez.

Hacia el mediodía, cuando el aire se ponía transparente, podíase abrazar con la mirada el istmo entero hasta el océano Pacífico, cubierto de exuberante vegetación, de suerte que le parecía a Skawinski contemplar un inmenso jardín. Frondosas palmas de cocotero y gigantescos bananos formaban alrededor de las casas de Aspinwal espesos y maravillosos ramilletes; más allá, entre Aspinwal y Panamá, había un bosque dilatadísimo, envuelto mañana y tarde en una neblina rojiza; verdadera selva tropical, con sus aguas pantanosas, sus palmeras gigantescas, sus corpulentos cocoteros, gomeros, cactos y otros árboles ecuatoriales.

Con su anteojo podía distinguir el viejo no sólo los troncos y las anchas hojas de los bananeros, sino también piaras enteras de monos, bandadas