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sobre todo, cuando de las aguas calentadas por los rayos del sol ecuatorial surge la niebla, lo que sucede a menudo, resulta la travesía casi imposible.

Entonces el único guía de los numerosos barcos que por allí navegan es la luz del faro.

Al cónsul de los Estados Unidos en Panamá era a quien incumbía la elección del nuevo torrero; cometido no poco difícil, si se tiene en cuenta que el plazo para proveer el cargo no podía ser mayor, en ningún caso, de doce horas, con la agravante de que no se podía admitir al que primero se presentara, sino tan sólo á un hombre idóneo y concienzudo. Otra dificultad, y no pequeña, era que en aquel tiempo faltaban los aspirantes por completo. Es la vida en aquel faro muy penosa, y carece en absoluto de aliciente para los habitantes del Sur, tan amantes del ocio y de la libertad.

El torrero es casi un prisionero; fuera del domingo, ni por un instante puede abandonar su islote.

Cada día, una barca de Aspinwal le lleva comida y agua fresca, y vuelve a marchar inmediatamente. No hay alma viviente en todo el islote, que tiene media fanega de extensión; vive el torrero en la torre del faro, y toda su faena consiste en tenerlo en regla. Durante el día, según la altura barométrica, da las señales, sirviéndose de banderas de diversos colores, y por la noche enciende la luz.

No sería ésta, en verdad, una vida muy fatigosa sin la particularidad de que para llegar a lo alto de la torre, donde está la linterna, es menester encaramarse por una escalera de caracol, que