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ban con extrañeza: no comprendían ya la necesidad de que unos cuantos hombres hubieran ido allí a rascar unas cuerdas o a soplar, inflando los carrillos, unos tubitos, para producir un ruido absurdo y complicado. ¿Qué tenía aquello de bonito?

—¡Tocan muy mal!—exclamó alguien.

Los músicos, ofendidos, se retiraron. Los invitados les imitaron y se fueron uno tras uno, pues era ya de noche. Y cuando, envueltos en las silenciosas tinieblas, empezaban a respirar con más facilidad, cada uno de ellos vió aparecer ante sus ojos la imagen de Lázaro aureolada de un fulgor siniestro, con el rostro azul de cadáver, el esplendoroso traje de boda y las frías pupilas, en cuyo fondo se había coagulado el horror. Quedáronse—ante la espantosa y sobrenatural visión, tan clara en las tinieblas, del que había estado tres días bajo el dominio de la muerto—inmóviles, como petrificados. Durante tres días Lázaro había estado muerto; tres veces el Sol había salido y se había puesto, y él entre tanto estaba muerto; los niños jugaban; cantaba sobre las guijas el agua, y él estaba muerto; el polvo del camino real se levantaba en grises nubes, y él estaba muerto. Y ahora Lázaro estaba de nuevo entre los vivos, se codeaba con ellos, y desde el fondo de sus negras pupilas el insondable Más Allá miraba a los humanos.

El misterio
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