quien caía aquella mirada enigmática no sentía ya la dulzura del brillo del Sol, ni del murmurar del arroyo, ni de la pureza azul del cielo patrio. A veces, el hombre que había visto a Lázaro empezaba a llorar a lágrima viva, a mesarse los cabellos, a pedir socorro como si se hubiera vuelto loco. Pero eso era lo menos frecuente; casi siempre, el que había visto a Lázaro empezaba a morir tranquilo y silencioso, agonizaba años y años, declinaba, iba aniquilándose, secándose, descolorándose, semejante a un árbol que, trasplantado a un terreno pedregoso, va perdiendo la savia. Los primeros, los que gritaban y se retorcían como poseídos, sanaban a veces; los segundos, nunca.
—¿No quieres, pues, Lázaro, contarnos lo que has visto en el otro mundo?—insistió el indiscreto.
Pero ahora su voz era apagada y lúgubre, y de sus ojos emanaba un tedio mortal, cuyo polvo gris cubría todos los rostros. Los invitados se miraban unos a otros con un asombro estúpido, como preguntándose por qué se habían congregado en torno de aquella mesa suntuosa. La conversación se extinguió. «Ya es hora de retirarse», decían; pero no lograban vencer la apatía, el embotamiento que paralizaba su voluntad y debilitaba sus músculos: permanecían en sus asientos, apartados unos de otros, cual dispersas lucecillas nocturnas en la soledad campesina.
No obstante, los músicos—como se les había pagado para que tocasen—empezaron de nuevo a tocar, y de nuevo los dulces acordes, ya melancólicos, ya alegres, resonaron. La música seguía siendo tan armoniosa como antes; pero los invitados la escucha-