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pado y alegre; placíanle la risa y las bromas inocentes. Su alegría amable e igual, limpia de toda malevolencia, le había conquistado el amor del Maestro. Ahora Lázaro era grave y taciturno. No bromeaba ni se sonreía al oír bromear a los otros. Las escasas palabras que de tarde en tarde pronunciaba eran tan sencillas y tan desprovistas de sentido profundo cemo los gritos con que expresan los animales el dolor y el placer, el hambre y la sed; eran de esas palabras a las que puede un hombre limitar su vocabulario, seguro de que nadie podrá deducir nunca de ellas lo que alegra o tortura su alma.

El rostro de Lázaro, sentado a la mesa del festín entre sus parientes y amigos, era, pues, el de un cadáver sobre el que las tinieblas de la muerte han reinado tres días; envuelto en sus vestiduras de fiesta, fulgurantes de amarillo oro y de sangrienta púrpura, el resucitado, inerte y mudo, era ya un hombre espantosamente distinto de los demás; pero nadie lo había notado aún. Amplias ondas de alegría, ora acariciante, ora ruidosa, le circundaban; cálidas miradas de amor se posaban en su faz, aun helada por el frío de la tumba; la mano ardiente de un amigo acariciaba su mano azulada y plúmbea. Músicos llamados para la fiesta tocaban el caramillo y el címbalo, la cítara y el salterio. Diríase que en torno de la feliz morada de Marta y María zumbaba un enjambre de abejas, cantaban los grillos, gorjeaban los pájaros.