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No sabía ya ni quién era, ni cómo y por qué estaba allí, en pleno Infinito. Se sentía ascua voladora, estrella errante...

Le pareció de pronto que ardían sus cabellos y descendían, torrenciales, en olas de fuego, a la tierra. Y comprendió que había encontrado el camino directo que conduce de un Infinito a otro... En la Eternidad, hacia donde volaba, le esperaban los amplios salones majestuosos de su sueño de aquella mañana.

—¡No puedo volver a la tierra!—pensaba, en un lánguido y divino desmayo—. Veo cosas tan dulces, tan bellas... ¡Oh, dicha, alma mía, cuánto te amo...! Cuando yo era niño, anhelaba volar por encima de un tejado... un tejado bajito, de madera podrida... Mamá me llamaba entonces Yura, chiquitín de la casa, nene. Papá y mamá murieron hace mucho tiempo... Y luego, cuando yo no tenía ya padre ni madre, un nuevo cariño, dulce y bello como la tristeza, empezó a cantar en mi corazón... ¡Hijo mío, niño adorado, voy a seguir subiendo, subiendo! Mi cuerpo se separará de mí y caerá, y yo volaré, volaré... Mi alma, turbada, quiere separarse del cuerpo y seguir volando, en un vuelo sin término, hacia lo alto. ¡Oh, niño adorado, cuán honda y celestemente turbada está mi alma!

Lloraba sin saber que lloraba. Entre sus labios entreabiertos brillaba la cándida blancura de sus dientes. Sus ojos, dilatados por la visión de la Eternidad, miraban más allá de los arcos azules y límpidos del cielo.