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Entre el astro rey y la tierra sólo se interponían un hombre y una cosa: el aviador y su aeroplano. Y el fulgor solar iluminaba las alas transparentes del aeroplano, rutilaba en su armadura, ponía su oro en el rostro moreno y pálido del hombre.

Al abrir los ojos, Yury Mijailovich sintió todo su ser inundado de una luz que lo empujaba hacia lo alto, y con voz extraña gritó:

—¡No! ¡No volveré a la tierra!

Pronunciadas estas palabras, que le condenaban a muerte, calló, fiel a su gran amor, el silencio. Y siguió su carrera vertiginosa a través del espacio. Si hubiera podido, hubiera duplicado, triplicado, centuplicado la velocidad; pero la máquina no lo permitía. No pudiendo aumentar la rapidez del vuelo, lo complicó de un modo que la multitud, de haberle visto, hubiera calificado de loco: empezó a describir líneas curvas y quebradas, de un atrevimiento y de una belleza fantásticos, como un ave nocturna, ebria de luz lunar, ya avanzando, ya retrocediendo, ya elevándose súbito, ya precipitándose en el vacío.

Apretados los blancos dientes para no prorrumpir en gritos de entusiasmo, cortaba el aire en amplios giros, cual si quisiera convencerse de que en el infinito espacio luminoso no hay barreras ni muros... En una de sus osadas maniobras estuvo a punto de caer; pero logró conservar el equilibrio y siguió su frenética carrera aérea.

Un impulso violento, irresistible, de elevarse más le acometió. Espoleó—esta es la palabra—el Newport, y se lanzó a lo alto, recto y sibilante como un cohete.