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Y se entregó de lleno al delicado trabajo de guiar su aeroplano a lo largo de los caminos celestes.

Incluso en la tierra, andando sobre sus suelas de plomo, placíanle los movimientos libres, las vueltas bruscas, los saltos. Y desde su infancia detestaba las calles, las sendas, las carreteras, todo cuanto, de generación en generación, encarrila los pasos, como las ideas consagradas encarrilan el pensamiento. Allí, en las alturas, la voluntad, provista de alas, se creaba ella misma a su capricho los caminos y se sentía divinamente libre.

Yury Mijailovich y su Newport constituían como un solo organismo; antojábansele al aviador tan inanimadas y duras sus manos como la madera del volante, y tan dotado de músculos y venas el volante como sus manos. Sus nervios se prolongaban hasta el extremo de las alas del aeroplano y transmitían a su cerebro las deliciosas sensaciones del hierro y la madera, al contacto fresco del viento y bajo la caricia dorada y trémula del Sol. Y su voluntad era fiel y rápidamente ejecutada por el aeroplano, que cuando él quería torcer a la derecha, torcía a la derecha; cuando él quería torcer a la izquierda, torcía a la izquierda; cuando él quería bajar, bajaba; cuando él quería subir, subía. ¿Cómo ocurría aquello? El no trataba de explicárselo: le bastaba con que ocurriese. Y el triunfo de su voluntad ponía en su alma una alegría severa y viril, esa alegría que a primera vista parece tristeza y se pinta en el rostro de los guerreros victoriosos.

De la tierra, a cada instante más lejana, parecía