ni aun que fuera aviador, pues era un hombre sin arrestos, de corazón débil, casi femenino, y pasaba un miedo terrible cada vez que volaba. El sudor brillaba en las hondas arrugas de su rostro, como el agua después de la lluvia en los carriles de un camino; sus ojos, apagados, inmóviles, miraban a Puchkarev con una fe profunda y trágica.
—Yury: dímelo francamente. ¿Hay algún peligro?
Yury Mijailovich sondeó su corazón y repuso, en un tono de convicción firme, absoluta:
—Ninguno. No hay cuidado. Puedes volar.
—¡Gracias!— dijo Rimba, muy serio, tras un corto silencio.
Y como en Pascua Florida, le dió a Yury Mijailovich tres besos en la boca y le estrechó la mano con cordial efusión.
Al pasar por delante de Tatiana Alexeyevna y saludarla, la miró como a una aliada y contestó a su sonrisa de felicidad exhalando un suspiro de alivio, que podía traducirse así al lenguaje oral:
—¡Ya ve usted, no hay cuidado!
El andar y la figura del pobre hombre, sus polainas y sus pantalones, de una desmedida amplitud, eran poco aviatorios.
Tatiana Alexeyevna le siguió con los ojos, y cuando su marido tornó a su lado no volvió la cabeza. Sintió en la mejilla y en los labios la mirada de Yury Mijailovich, y le pareció que una suave brisa se los acariciaba: era la felicidad.
—¡Cómo te amo...!—murmuró el oficial, oprimiéndole ligeramente el brazo y sintiendo en su mano, a