joviales, rodearon a Yury Mijailovich, y algunos cambiaron con él efusivos y viriles besos. También saludaron muy amables, besándole la mano, a Tatiana Alexeyevna; pero se advertía que la joven era allí una figura secundaria, y poco a poco fueron apartando de ella a su marido. Otras veces, por cortesía, por galantería, se quedaba alguien a su lado; mas entonces se quedó completamente sola, sobre el verde césped, en los labios su dulce sonrisa femenina, un si es no es irónica. Todos aquellos hombres fuertes, robustos, curtidos por el sol y el viento—para quienes en aquel momento no tenía ninguna importancia una mujer tan linda—, formaban un compacto grupo alrededor de Puchkarev, entregados a una viva charla masculina, enseñando, al reír, la dentadura recia y blanca.
—¡Cómo lo quieren!—pensó Tatiana Alexeyevna.
Y súbitamente dejó de sonreír; una inmensa felicidad, una alegría indecible, un profundo agradecimiento a los que querían tanto a su Yury inundaba su alma. ¡Cómo le querían! Y eso que no sabían hasta qué punto era bueno, noble, generoso, magnánimo. ¡Nadie lo sabía como ella!
Cuando el coronel Priajin, un viejo galante, se le acercó y empezó a echarle flores, ella le dijo:
—¡Váyase con mi marido!
—Ya he hablado con él—contestó el viejo—. ¿Quiere usted que le dé algún recado?
La joven, mirándole sonriente a los ojos, repitió:
—¡Váyase con mi marido!
En aquel momento, el coronel, al ver el brillo hú-