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Pero, mirando al pequeñín hacer equilibrios, añadió:

—Debían colocar a los borrachos en aparatos como éste. Así no se caerían y no podrían dormirse. Sería un buen castigo.

—No me hacen ninguna gracia los borrachos... ¡Anda, cógele en brazos y dale un beso! Haces mal en mirarle por encima del hombro, creyendo que sólo se preocupa de tus botones. ¡Es mucho más inteligente de lo que tú piensas!


III


Cuando el coche que conducía al oficial y a su mujer llegó al aeródromo, el desierto azul del cielo empezaba a poblarse de nubes blancas, redondas, lentas y solemnes. Parecía un mar en cuyas aguas tuviera lugar una espléndida revista naval: los barcos, desplegadas las velas, desfilaban, majestuosos, ante los ojos del Supremo Almirante. Los espacios azules de entre las nubes—más profundos que los más profundos abismos del mar—le decían al alma: «¡Ven!»

—¿No temes una tempestad como la de esta noche?—preguntó, inquieta, Tatiana Alexeyevna.

—No—contestó Yury Mijailovich—. Mira las nubes: parece que tienen los bordes afilados. Eso indica que no tardarán en disiparse.

—Tú no quisieras que se disipasen tan pronto, ¿verdad?... Te gustaría volar sobre ellas...

El oficial miró a su mujer de un modo extraño.