El tiempo pasaba veloz. Se vistieron. El oficial abotonó, como de costumbre, con sus dedos morenos y firmes, el corpiño, abierto por la espalda, de Tatiana Alexeyevna. Cuando volvían a casa, también era él quien se lo desabotonaba. La joven seguía sintiéndose feliz, extraordinaria y diríase que definitivamente feliz. Aunque hubiera visto a sus pies el cadáver destrozado de su marido, no hubiera creído en la muerte, ni en el dolor, ni en la soledad... La verdadera felicidad no existiría si no fuera posible la fe en la eternidad de la vida.
Como le sucedía siempre, Yury Mijailovich se dirigía a la escalera, sin despedirse, por olvido, de su hijo, y, como de costumbre, su mujer se lo reprochó dulcemente y le llevó al cuarto del niño. En el lenguaje que, cual todo matrimonio joven, el oficial y su mujer habían creado para su uso particular, Micha, el vástago de catorce meses, se llamaba Ton-Ton. Yury Mijailovich no le miraba con ojos de padre: sus cortas y torpes piernecillas, su alegría absurda y sus actos grotescos sólo provocaban en él un vago asombro, lleno de indulgencia.
Estaba metido en una especie de cesto cónico, abierto por arriba y por abajo y provisto de ruedas, y cuando al andar perdía el equilibrio, no podía caerse.
Yury Mijailovich se echó a reír. Su mujer también se rió; pero luego, un poco ofendida, le dijo:
—¿Crees que eso es más fácil que la aviación? Tú también te tambaleas cuando vuelas.
—Sí, es verdad—contestó muy serio el oficial.