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jailovich... Y se echó de pronto a reír, con una risa alegre, que se tomó en sus últimas escalas un poco colérica.

—Yury: ¡eres un farsante, un sugestionador!

—¿Por qué?—preguntó, sonriéndose, el oficial.

—¡No te rías, no! Cuando te miro, me parece que no puede pasarte nada, y eso no es verdad: siempre puede pasarnos algo. Mi tranquilidad es absurda, no es natural, me la sugieres tú. ¡No quiero estar tranquila! ¡Es estúpido que yo esté tranquila!

Y tratando de sentir de nuevo el terror que al levantarse la turbaba, empezó a contar, recargando un poco las tintas, sus fatídicos sueños; pero el miedo no volvía, y viendo la tranquilidad con que la escuchaba su marido, la joven pensaba: «¡Cuánta insensatez he soñado!» Sucedíale lo que a un niño que está contándole a una persona mayor un cuento de su invención, insubstancial y sin pies ni cabeza, y al fijarse en la larga barba y en los ojos burlones de su oyente, interrumpe azorado su relato.

—¡Hoy estás insoportable, Yury!—profirió, tras una larga pausa.

Pero, apenas pronunciadas estas palabras, se sintió feliz, como nunca se había sentido.

Ruborizada hasta los hombros, cuya blancura dejaba al descubierto el descote de la bata, ocultó el rostro entre las manos e inclinó la frente. Algo inefable y delicioso le impedía mirar a Yury Mijailovich y hablarle. Con el corazón palpitante, esperaba que hablase él. Mas él no dijo nada; se limitó a posar los labios en el cuello de su mujer.