los hombres no había que fijarse en sus palabras, disfraz de la verdad, sino en su rostro, en la profundidad de sus pupilas, en la blancura de sus dientes.
Estos pensamientos, límpidos y sencillos como el sol matinal, aumentaron su alegría.
Se juró, como un niño, querer siempre a sus compañeros y ser un amigo leal. Cualquiera que hubiera sabido leer en sus labios, tan tiernamente sonrientes, y en sus ojos, tan honda y misteriosamente luminosos, hubiera comprendido el profundo sentido de aquel juramento, a primera vista pueril, y sin decirle nada le hubiera besado en la boca.
Yury Mijailovich volvió a la alcoba y despertó con un beso a su mujer.
II
El oficial piloto sabía callar de una manera tan discreta, que conversar con él era siempre algo más que cambiar palabras triviales. Era muy poco dado al uso de «síes» y «noes» rotundos, y oía a sus interlocutores dibujada en los labios una cariñosa sonrisa. Prefería a emitir su opinión—lo que hacía con tino y tacto—, escuchar la de los demás. Sin embargo, sus compañeros no le consideraban un hombre misterioso, encerrado en sí mismo, insondable. Todos los oficiales de su regimiento, hasta los tenientes más jóvenes, estaban, por el contrario, convencidos de que le conocían a fondo, mucho más a fondo que se conocían a sí propios; pues mientras que ellos eran de humor vario, cambiante, de ideas y sentimientos in-