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su alma infantiles impulsos de hablarle. Si se le hablase, no podrían oírse sus respuestas; pero el dirigirle la palabra sería tan lógico como dirigírsela a un hombre.

Recordó que en su infancia le acuciaba siempre un vehemente deseo de volar hacia el cielo, y daba grandes saltos, en la esperanza de lograrlo, llenándose de ira al caer apenas elevado media vara sobre la tierra. Enfrente de su hogar paterno había una casita de un piso, y por volar sobre su tejado de madera podrida hubiera hecho los mayores sacrificios. Cuando, muchos años después, efectuó, a mil kilómetros de su ciudad natal, su primer vuelo, se acordó de pronto, encontrándose a una gran altura, de la casita aquella.

Le parecía mentira haber volado ya, ir a volar dentro de algunas horas.

No se veía ni una sola nube en el cielo. Donde había rugido hacía poco la tormenta se extendía el espacio azul, cristalino, sin fondo. Según los libros, aquello se llamaba el aire, la atmósfera; pero según el íntimo sentimiento humano, era y seguiría siempre siendo el cielo, norte eterno de todas las aspiraciones y de todas las esperanzas.

«Nadie expondría su vida volando—se dijo Yury Mijailovich—si eso fuera pura y simplemente la atmósfera, el aire.»

Contemplando los misteriosos espacios azules, pensó con cariño en sus compañeros. Lo que hablaban—y acaso lo que hablaba él—no tenía nada de sublime ni de interesante; pero él sabía que para conocer a