terrible. En esa casa hay alguien, pasa algo: lo denuncia la negrura hipócrita, traidora, de sus ventanas.
Enloquecido, empiezo a dar tremendos puñetazos en la puertecita y a gritar:
—¡Abrid!
Los golpes se funden en un ruido sordo y continuo, que resuena en toda la calle y me impide oír mis propios gritos.
Me duelen las manos; pero sigo golpeando cada vez con más fuerza: la puerta, la tapia, toda la calle trepidan como un viejo puente al paso de un escuadrón.
Por fin, una luz débil, amarillenta, brilla a través de la rendija, tiembla en las ramas. Alguien se acerca, con una linterna en la mano. Se oyen voces ahogadas.
Me invade un profundo terror: hay algo terrible, espantoso, en esas voces ahogadas, en esa luz trémula y débil.
Los pasos se detienen ante la puertecilla. Al cabo de unos instantes, que parecen siglos, se oye el tintineo de las llaves, el ruido de la cerradura y una luz deslumbrante hiere mis ojos.
En el umbral de la puertecilla, abierta, está mi carcelero, en compañía de otro empleado. Lo que yo suponía linterna es un quinqué.
«¿Qué hace aquí mi carcelero?—me pregunto, estupefacto—. ¿Dónde estoy? ¿A qué puerta he estado llamando?»
El quinqué sólo alumbra a los dos empleados de la cárcel; a mi espalda—en mi celda—y a la suya—en el corredor—reina la obscuridad. Sigo creyéndome en