No contestó. De pronto, le hizo volver grupas al caballo de un modo tan brusco, que por poco me lanza al arroyo.
—¿Te has perdido?
—Ya hemos pasado por aquí—repuso, tras unos instantes de silencio—. Fíjese usted...
Me fijé. En efecto; reconocí el paraje, recordé aquel farol junto a un montón de nieve, aquella casa de dos pisos... ¡Ya habíamos pasado por allí!
Y aquello fué el comienzo de un nuevo e insoportable tormento: empezamos a pasar por calles y callejuelas por donde ya habíamos pasado, sin poder salir de aquel laberinto. Atravesamos una ancha avenida alumbradísima y muy animada, que habíamos atravesado ya, y poco después volvimos a atravesarla.
—Debíamos preguntarle a alguien...
—¿Qué vamos a preguntarle?—contestó, secamente, el cochero—. Si no sabemos adónde vamos...
—Pero tú decías...
—¡Yo no he dicho nada!
—Haz por orientarte... Se trata de algo muy importante para mí.
El cochero no contestó. Cuando hubimos andado en zigzag unos cien metros más, me dijo:
—Ya ve usted que hago todo lo posible...
Al fin logramos encontrar una callejuela no recorrida ya. El cochero, sin volverse, profirió:
—¡Ya empiezo a orientarme!
—¿Llegaremos pronto?
—No sé.
Mi suplicio no había concluido: nos envolvía una