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mentos antes de morir, recobró la lucidez. De pie, ante su lecho, le mirábamos en silencio. Estaba boca arriba, inmóvil, y su cuerpecillo apenas hacía bulto entre las sábanas.

—¡Cuando me muera—le oímos de pronto murmurar—, cantad sobre mi tumba La Marsellesa!

—¿Qué dices?—preguntamos, temblando de emoción, de entusiasmo.

—¡Cuando me muera, cantad sobre mi tumba La Marsellesa!

A la inversa de lo que ocurría siempre, sus ojos estaban secos y los nuestros llenos de lágrimas, de lágrimas ardientes, como el fuego que ahuyenta a las fieras.

Murió, y sobre su tumba cantamos la canción sublime de la Libertad. A nuestras voces juveniles, vibrantes, se unía la voz grave y solemne del océano. El pálido horror y la roja, la sangrienta esperanza cabalgaban sobre las olas, con rumbo a la lejana Francia.

El marranillo tímido, paciente, la liebre, la bestia de carga, tenía un alma grande, era un hombre, y se había convertido en nuestra bandera.

¡Arrodillaos ante el héroe, compañeros!

Cantábamos. Los fusiles nos amagaban, las bayonetas asestaban contra nuestros pechos sus agudas puntas; pero nuestra canción seguía sonando, majestuosa y triunfante.

¡Cantábamos La Marsellesa!