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memoria. El último período de mi vida en casa de Norden sólo lo recuerdo de un modo fragmentario. Ya he dicho que de los numerosos invitados no recuerdo mas que la ropa, como si no fueran seres humanos, sino maniquíes. Y debo añadir que sus palabras, todas sus palabras, se me han olvidado también, aunque hablaba y bromeaba con ellos. También me es imposible de todo punto recordar el tiempo transcurrido entre el día que escribí la carta y el último de mi estancia en la casa. ¿Fueron dos o tres días? ¿Fueron dos o tres semanas? No lo sé. En cambio, mi recuerdo de ciertos detalles aislados es clarísimo. Acaso mi amnesia no date, como supongo, del día que escribí la carta y sea hija de la larga y grave enfermedad que he padecido.

Recuerdo sobre todo—eso es inolvidable—las visitas nocturnas del desconocido. Todas las noches, cuando los invitados se retiraban cada uno a su cuarto, yo me acostaba vestido y dormía algunas horas; luego, a través de las habitaciones obscuras, me dirigía al vestíbulo, abría la puerta del jardín y dejaba entrar al espectro, que me esperaba ya en lo alto de la escalinata. Ya ambos en mi cuarto, yo me desnudaba y me tendía entre las frías sábanas, y él se sentaba al borde de mi lecho y me ponía la mano en la frente. De su mano exhalábanse el sueño y la tristeza.

No me inspiraba ya miedo alguno. Si no le hablaba, no era por miedo, sino porque consideraba superflua toda palabra. Diríase—tan sencilla y tranquilamente obraba él y le dejaba yo obrar—que era un médi-