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del indumento de unos y otras; pero los rostros, no. Me parece estar viendo aún el uniforme de un general, pero sólo el uniforme, como si fuera un maniquí el invitado que lo llevaba.

Mas volvamos al día en que llegaron los dos estudiantes, la señora gorda y las dos señoritas. Como había bebido mucho y había bailado no poco—haciendo reír, con mi torpeza, a toda la tertulia—, estaba un tanto mareado cuando me retiré a mi cuarto. Me dejé caer en la cama, sin desnudarme, y me dormí en seguida.

La sed y algo extraño, turbador e imperioso despertáronme a las dos o tres horas y me obligaron a levantarme. Me había dejado descorrido el store. Tras los cristales estaba «él». Recuerdo que me encogí de hombros y me bebí dos vasos de agua. «El» no se iba. Tiritando de frío, como si la ventana se hubiera abierto sola, olvidados el baile y la música, resignado y triste, me dirigí lentamente a la puerta.

Como la víspera, el olor a pieles me indicó que había llegado al vestíbulo; como la víspera, el frío del cerrojo me quemó los dedos, y, como la víspera, «le» encontré esperándome en lo alto de la escalinata. Se oían, lejanos, solitarios, en el silencio de la noche, los ladridos de un perro.

No sé cuánto tiempo llevábamos frente a frente, silenciosos, inmóviles, separados por uno o dos pasos de distancia, cuando «él», apartándome con cierta rudeza, penetró en la casa. Yo entré detrás y le seguí a través de las habitaciones obscuras. Me guiaba su silueta negra al destacarse sobre el fondo blanque-