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puede pasar en la pobre cabeza humana. Tuve que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no gritar. Temeroso de la soledad, volví precipitadamente sobre mis pasos: la casa de Norden, en aquel momento, me parecía un abrigo seguro.

Cuando llegué a ella me llené de tranquilidad y de contento. Contribuyó a este cambio súbito la presencia de dos estudiantes, sobrinos de Norden, que habían llegado aquella mañana, invitados a pasar allí la Nochebuena. Eran dos muchachos muy simpáticos y muy finos, a los que bastaba mirar para saber que eran hermanos. Estaban ayudando a Norden y a los niños a decorar el árbol. Arriba sonaba—sinceramente alegre, por primera vez—el piano de la señora Norden: la invisible pianista tocaba un nuevo bailable que habían traído los estudiantes.

Recuerdo que antes de almorzar dimos un paseo los dos huéspedes y yo. El almuerzo fué muy alegre: bebimos como esponjas y nos reímos mucho. Por la tarde llegó una señora gorda con dos hijas, animadísimas y muy amables. Aquella noche bailamos en serio.

Los días siguientes llegaron muchos invitados más, muy simpáticos todos. No sé cómo se las compuso Norden, aunque la casa era grande, para alojar a tanta gente. Lo cierto es que, terminadas las diversiones de la noche, todas aquellas damas y todos aquellos caballeros se retiraban a sus respectivos aposentos. No podría decir quiénes eran. Es más: no recuerdo la cara de ninguno de ellos. Recuerdo muy bien los trajes de los hombres y de las mujeres, todos los detalles