un gran dolor o por un gran remordimiento suelen tener visiones fantásticas; pero yo no me hallaba en ninguno de esos dos casos. El desconocido, pues, era un ser real. No cabía duda. Ahora bien; ¿qué conexión había entre aquel hombre de sombrero hongo, que se sostenía en el aire, que acechaba tras los cristales, y yo? ¿Por qué me manifestaba tan obstinado afecto? ¿Qué quería de mí? Yo no era en aquella casa mas que un profesor, y no sabía nada del error triste, de la injusticia dolorosa, del crimen quizá, cuya sombra pesaba sobre el lugar y las personas.
¿Qué quería de mí? ¡Yo no era en aquella casa mas que un profesor!
Y repetí, en voz alta, varias veces tal argumento. Me parecía tan convincente, que de buena gana hubiera hablado con el espectro, le hubiera dicho que estaba equivocado, que yo no era mas que un profesor en aquella casa. Pero ¿acaso se habla con los espectros y se les aducen razones? ¡Qué estupidez!
—¡Yo no soy mas que un profesor!—empecé a repetir de nuevo, tras una breve pausa.
Y no tardé en darme cuenta de que mis pensamientos eran siempre los mismos y se sucedían en el mismo orden, siguiendo un círculo semejante al de un caballo amaestrado, un círculo que se cerraba siempre con la palabra «estupidez». Era preciso salir de él, pensar otra cosa, pero yo no podía. Parado en mitad del camino, seguía girando, girando, como un caballo bajo el látigo del domador. Sentí un terror atroz, no inspirado por el espectro, a quien no le atribuía ya tanta importancia, sino por lo que pasa y