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Al volver, miraba obstinadamente a la ventana de la habitación donde vivía y sufría la señora Norden, en la esperanza de ver otra vez, aunque sólo fuera un instante, su joven y pálido rostro. Pero nadie aparecía tras los cristales. Diríase que no había nadie en aquella habitación; que la señora Norden, aquella extraña mujer de la que nadie hablaba, era ya tan del otro mundo como Elena.

Aunque nadie hablaba de ella, todos los días llevaban a su cuarto a los niños, y algunas veces, muy de tarde en tarde, se oía una campanilla, una campanilla de un sonido distinto al de todas las demás: era que ella llamaba. Me parecía inverisímil que la puerta de su habitación se abriera como cualquier otra puerta, que aquella mujer enigmática le diera órdenes a la doncella. La doncella no contaba nunca nada de «la señora».

Mediado diciembre regresó Norden. El tiempo se tornó sombrío y cayó una copiosa nevada, que parecía gris, cubriendo con un espeso y frío sudario el nombre de Elena. Con el mal tiempo volvió «él», y nuestras relaciones entraron en una nueva fase.

El domingo 18 de diciembre, después de almorzar, Volodia y yo nos acercamos a la ventana. La nieve caía en grandes copos sobre el taciturno jardín. Y apareció «él» dé pronto. Era la primera vez que se me presentaba en pleno día y no estando yo solo. Estaba a dos pasos de la ventana y los blancos copos se posaban en su sombrero y en sus hombros, como en los de cualquier mortal. Pero yo, más que en él, me fijaba en Volodia. Sus ojos—no cabía duda—-