V
Debía irme. Al ocurrírseme esta idea salvadora comprendí que no debía demorar su ejecución ni un día ni un instante. Pero algo más fuerte que la voz, débil y opaca, de la razón me encadenaba a aquel lugar, paralizaba mi voluntad y me adentraba más y más en aquel círculo de misterio y de horror. La tristeza y el miedo tienen su encanto, y es muy grande el poder de las fuerzas obscuras sobre las almas que no han conocido nunca la alegría. Casi sin vacilar rechacé la idea salvadora.
Acaso contribuyera a ello el delicioso tiempo que había sucedido a los tristes días del otoño. El frío nocturno cubría de hielo las ramas de los árboles, las embellecía con el milagro de un nuevo follaje, en cuya blancura ponía la luz áurea del Sol rutilaciones que no sólo deslumbraban los ojos, sino también el alma.
«El» había dejado de aparecérseme. Norden, con sus risas y sus chascarrillos, estaba en Petersburgo y reinaba el silencio en la casa: un silencio tan profundo como si hubieran cesado todos los ruidos de la tierra. Durante aquellas felices horas, llenas de paz, mi alma se mecía en el olvido de los horrores de la noche: ¡la tierra, de día, era tan otra!
Por la mañana me calzaba los skys y me iba al lugar, inmediato al mar paralizado, donde se alzaba la pirámide. Y mis ojos se recreaban en la contemplación del puro nombre—Elena—que yo había escrito en la nieve.