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cio por la alegría estúpida y ruidosa de Norden. ¿Por qué aquellos niños no lloraban nunca, no tenían nunca rabietas...? Una tarde, al volver a mi cuarto, después de un rato de lectura en la biblioteca, me detuve en el corredor del entresuelo, estupefacto, al oír lloriquear a la niña; aquello era tan extraordinario, tan insólito, que abrí suavemente la puerta de la habitación donde sonaba la quejumbrosa vocecita. La niña estaba sola en el aposento, en un rincón, de cara a la pared. En una mano tenía una muñeca tuerta, y con la otra se secaba las lágrimas. Al oírme cesó de lloriquear; pero no se volvió, limitándose a esconder la muñeca.

—¿Estás castigada?—le pregunté, inclinándome sobre ella, pero sin atreverme a tocarla, pues su dolor, no sé por qué, me pareció sagrado, intangible.

Tuve que repetirle tres o cuatro veces la pregunta; por fin me contestó muy quedo:

—No, no estoy castigada...

—¿Quieres que te lleve un ratito a mi cuarto, monina?

No me contestó; pero dejó caer la muñeca, y si no en su rostro—que seguía casi pegado a la pared—, en sus bracitos, en sus breves hombros, en su cabecita rizada, vi pintarse una vacilación medrosa.

Me disponía ya a cogerla en brazos y llevármela, cuando oí en la escalera la risa de Norden y salí al corredor precipitadamente.