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a tenderme de nuevo advertí que había alguien ante la ventana, en el jardín.

Era «él». Me acerqué a la ventana y le hice con la mano, como la noche antes, una especie de saludo, ahora menos pacífico; pero él, como la noche antes, ni me contestó ni se movió. Observé que era altísimo y no se sostenía en el aire. «No debe de ser un fantasma», me dije, exhalando un suspiro de alivio, sin hacerme cargo de que la visita nocturna de un gigante que no dejaba huellas no estaba tampoco muy dentro de lo natural. Y decidí bajar al jardín; pero él pareció adivinar mi pensamiento, y echó a andar, no muy presuroso, a lo largo de la pared. Renuncié a vestirme, considerando que el desconocido tendría tiempo sobrado, mientras yo me vestía y bajaba, de poner pies en polvorosa.

«Verdaderamente—pensé, metiéndome en la cama—, su actitud no es nada terrible.»

Pero mis manos y mis pies estaban fríos como témpanos. Y empecé a temblar como si tuviera calentura.


IV


La noche del 7 de diciembre me acosté vestido, resuelto a darle alcance a mi nocturno visitante y saber quién era y qué quería. No tenía miedo; pero la impaciencia y la cólera me impedían conciliar el sueño.

Mi espera fué vana: ni una sombra, ni un ruido tras los cristales en toda la noche.