—¡Arrodillaos a sus pies y suplicadle que baile un poco!—les dijo á los niños, que se apresuraron a obedecerle.
Y añadió, dirigiéndose al aya:
—¡Y usted también!
El aya se postró también a mis pies y unió sus ruegos a los de los niños.
Yo no sabía qué hacer: todo aquello me repugnaba; pero como era una broma no podía enfadarme.
—¡Ven tú también a rogarle que baile, perillán!—le gritó Norden al lacayo Iván, que miraba, asombrado, el grupo desde la puerta.
Y el lacayo entró y se prosternó junto a la vieja.
En el piso alto, tan taciturno el día antes, seguía sonando la alegre música. Lo salvajemente grotesco de aquel regocijo me crispaba los nervios y me arrancaba carcajadas casi dolorosas; diríase que estaban haciéndome cosquillas. Acabé por ponerme a bailar, y al pasar por delante de las ventanas, que se me antojaban innumerables, me preguntaba: «¿Dónde estoy? ¿Me habré vuelto loco?»
Norden tardó largo rato en calmarse. Tuve que estar con él en el comedor hasta mucho después de irse los niños a la cama, oyéndole hablar de la velada tan alegre que habíamos pasado, de la comicidad coreográfica de miss Moll, de lo bien que bailaba Volodia, de lo graciosos que estaban todos de hinojos a mis pies...
—Una velada así—decíame, dándome golpecitos en la rodilla con su blanca y pulida mano—denota cultura, civilización. Vivimos en un verdadero desier-