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Lo natural hubiera sido que mi imaginación enferma se hubiera fingido la aparición de Elena, no la de aquel señor taciturno, con sombrero hongo.

Pero aunque no encontré respuesta a tales objeciones, no tardé en tranquilizarme.

Durante el día no ocurrió nada digno de referencia. Por la noche regresó Norden. Cuando estábamos acabando de comer, nos dijo que había traído un nuevo bailable en boga. Momentos después lo tocaba la pianista invisible, reflejando en la ejecución, un poco insegura, su desconocimiento de la pieza; los niños bailaban, miss Moll giraba como un caballo de circo, el amo de la casa remedaba, con mucha vis cómica, a los danzarines de ballet; todos nos desternillábamos de risa.

De pronto, al mirar mis ojos lagrimeantes, por casualidad, a una ventana, me pareció ver una figura humana en las tinieblas. Miré más fijamente: tras los cristales no había nadie; mi estúpida imaginación me había engañado. Pero Norden notó mi inquietud momentánea.

—¿Por qué está usted tan serio?—me preguntó—, ¿No le gusta a usted el nuevo baile? ¡Anímese, anímese! Si no, miss Moll le impondrá a usted un correctivo.

Y, señalándome con el dedo, le dijo, en inglés, a miss Moll algo que la hizo prorrumpir en estridentes carcajadas. Luego, continuando la broma, la obligó a acercarse a mí, le asió una muñeca y con la mano de la vieja me dió unas manotaditas en el hombro. No pararon ahí sus infantiles jovialidades.