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servidumbre el temor a un espectro; pero se trataba del espectro de Elena, ahogada en el mar. Era un miedo vago y poco serio, una de esas supersticiones frecuentes en las casas donde ha acontecido algo trágico.

En la esperanza de encontrar allí la clave del enigma, me dirigí a la parte del jardín que caía al pie de mi ventana, y lo que vi me sorprendió de modo harto desagradable: no había huellas en la nieve y, además, la altura de la ventana era mayor de lo que yo me figuraba; aunque mi estatura es más que mediana, me costó trabajo alcanzar con las puntas de los dedos a la arista del antepecho. El desconocido, según se inducía de este último detalle—pues, como ya he dicho, el antepecho no le llegaba a la barbilla—, o era desmesurada, anormalmente alto, o se sostenía en el aire... como un fantasma. «He sufrido—me dije—una alucinación.»

Esta explicación era bastante lógica: la atención sostenida, angustiosa, con que yo lo observaba todo en aquella casa, mi constante presentimiento de algo maravilloso, podían haber debilitado mis nervios hasta el punto de hacerme ver, en este siglo ilustrado y escéptico, un aparecido. Sin embargo, se me ocurrían algunas objeciones contra aquella hipótesis: yo estaba fuerte, sano; mi cerebro funcionaba muy bien; en mis sensaciones no había nada de anormal. Además, era extraño que mis nervios, debilitados, me hubieran hecho ver un ser que, aunque sombrío, no se salía, por su aspecto, de lo vulgar; un ser sin relación alguna con mis pensamientos y sospechas.