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la obscuridad, inmóvil y mudo. Le hice una especie de saludo con la mano; pero no contestó ni sé movió. Di unos golpecitos con los dedos en un cristal: el mismo silencio y la misma inmovilidad.

—¿Qué quiere usted?—le pregunté en voz baja, sin acordarme de que era invierno y los cristales dobles no le permitirían oírme.

Viendo que seguía sin moverse y sin decir palabra, me indigné y decidí bajar al jardín a repetirle la pregunta. Pero antes de que yo acabase de girar sobre mis talones la misteriosa figura comenzó a alejarse lentamente. Sus hombros eran anchos y horizontales, y cubría su cabeza un sombrero hongo. No había en su aspecto nada de extraordinario.

Yo, a pesar de todo, empecé a vestirme para bajar al jardín; pero conforme me vestía iba sintiéndome menos resuelto, y concluí por decirme, con una indiferencia ficticia: «Mañana averiguaré de qué se trata.»

Por la mañana les pregunté a los criados; pero me aseguraron que ninguno de ellos había salido aquella noche y que nadie había visto al hombre del sombrero hongo.

El portero me contestó sin inmutarse. No así el lacayo Iván, que, visiblemente turbado, me dijo:

—¿Está usted seguro de que era un hombre con sombrero hongo?

—Sí; era un hombre con sombrero hongo—le respondí.

Esta afirmación pareció tranquilizarle.

Más tarde supe que de noche solía inquietar a la