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olas se me antojaron enormes, colosales, cual debían de ser en los primeros días del mundo.

Inclinándome sobre la arena, escribí con el dedo en su pura superficie: «Elena». Las cinco letras, aunque no muy, grandes, ocupaban buena parte de un continente, y parecían gigantescas. Diríase que la palabra, más que leerse, se oía; que era un grito dirigido al cielo, al mar, a la tierra...

¿Por qué no me guié, al volver a la playa, por las huellas de mis pasos? Avanzando y retrocediendo en busca de camino enjuto, se me hizo de noche y me desorienté. Cada vez que mis pies tocaban el agua, me volvía atrás, temiendo hundirme. Por fin, me decidí a avanzar en línea recta, a la ventura, sin detenerme ante los charcos, y, lleno de alegría, no tardé en ver erguirse delante de mí la masa obscura de la pirámide de piedras. La casualidad me había llevado al lugar donde fué encontrado el cadáver de Elena.


—¿Por qué vive usted aquí?—le pregunté aquella noche a Norden—. ¡Este mar es tan lúgubre!

Mis palabras parecieron entristecerle. Volvió ansiosamente la cabeza hacia la ventana obscura.

—¿Es lúgubre? No... Cuando se familiarice usted con él, le encantará.

Me encantaba ya; pero con el encanto, con la fascinación de la tristeza y del miedo. La atracción que ejercía sobre mí era un mortal veneno, del que había que huir.

Sin darme tiempo para replicar, Norden empezó