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luz en las ventanas del capitán Kablukov, cuyos cuadrángulos se proyectan, amarillentos, sobre la nieve.

—¿Conque has enviado el dinero a tu aldea?

—Sí, mi capitán... Yo se lo iré devolviendo a usted... Trabajaré.

El capitán lanza una bocanada de humo, se arrellana en su sillón y, completamente feliz, cierra los ojos. Kukuchkin, sentado en el borde de una silla, la boca entreabierta, escucha sus palabras con una atención religiosa.

—Habrán tenido un alegrón en tu casa, ¿verdad?

—¡Figúrese usted, mi capitán!

La Nochebuena es negra y larga; pero al fin capitula ante la fuerza invencible del Sol.

Apunta el día.

El capitán y su asistente se disponen a acostarse. Kukuchkin descalza a su amo, tirándole de las botas con tal ímpetu, que le pone en peligro de caerse del cajón en que se ha sentado.

Luego, estrechando cariñosamente las botas, de agujereadas suelas, contra su corazón, se dirige a la puerta.

—Oye... ¿Conque eres padre de una niña?

—Sí, mi capitán... Le han puesto Advotia.

—Muy bien... Buenas noches.


Han pasado unos cuantos días y no se ha vuelto a ver a Kukuchkin ir por vodka para su amo. Sus viajes a la taberna, que eran una parte tan esencial de su servicio, han terminado, sin duda, para siempre.


FIN