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gase a hacer las compras en una tienda de extramuros, o poco menos, habiéndolas muy buenas en el centro de la ciudad.

«¡Vaya unos caprichos!», rugió.

Y escupió con furia.

En aquel momento pasaba por delante de una taberna.

«¿Y si entrase?», le preguntó a un ser invisible, pero que, sin duda, se oponía a su deseo.

Y empujó desdeñosamente con el pie la puerta del establecimiento.

Momentos después salió, altivo, arrogante, retador, murmurando:

«Me he bebido una copa, ¿y qué? ¡Nadie tiene derecho a pedirme cuentas!»

Pero a los pocos pasos de la taberna vió de lejos a un oficial, y se apresuró a cuadrarse y a hacer el saludo de ordenanza.

Al pasar por el puente—pues la tienda favorita del capitán estaba al otro lado del río—divisó, más allá del bosque de humeantes chimeneas, el campo, inundado de sol. A la derecha de la carretera se esfumaba en una niebla azul la arboleda...

«¡Y yo en esta jaula!», pensó Kukuchkin con desesperación.

Hacía tres semanas se había encontrado en el mercado a un campesino de Sobakino, su aldea natal, su paraíso perdido. Y había sabido por él que su mujer había dado a luz una niña; pero que estaba demasiado débil para amamantarla y la criaba con biberón; que, por más que su padre y su hermano se mataban