tagado como ahora. Y el fuego, en su lenguaje misterioso, decía otras cosas menos cuerdas: hablaba de la Academia de Estado Mayor, de una novia distinguida y bella, de saraos espléndidos, en los que de Kablukov, esbelto y elegante, bailaba a las mil maravillas y discreteaba con su pareja.
¡Bailar!... El capitán miró la pronunciada curva de su vientre, se imaginó a sí mismo bailando con una señorita y se sonrió. ¡Sería un espectáculo digno de verse!
«¡Estoy bien así!—dijo en alta voz—, ¿Qué me falta?»
Y para probarse que era feliz se bebió otra copa de vodka.
Paseándose de nuevo a través de la estancia, fué apartando su pensamiento de aquel optimista «¿Qué me falta?» y derivándolo hacia cosas para él de menos monta. El tesorero del regimiento, aunque polaco, era un buen hombre. El judío Abramka le había hecho al teniente Ilin un par de botas detestable...
Desde hacía algunos años, Nicolás Ivanich trataba de convencerse de que no le faltaba nada; pero necesitaba, para conseguirlo del todo, la ayuda del alcohol; en cuanto tenía en el cuerpo dos o tres copas de vodka, su habitación sucia y desnuda le parecía confortable, y no paraba mientes en que él se había vuelto un adán y se pasaba semanas enteras sin mudarse de camisa ni limpiarse las uñas. O, si las paraba, se decía: «¡Bah! ¡No tengo que conquistar a ninguna muchacha!» El vodka le ayudaba a conformarse con no ser más que capitán a los cincuenta años, mientras