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ende, incapaz de la ironía, hubiera calificado de irónicos su mirada y su acento.

Aunque el importe de las bebidas y los comestibles enumerados en la lista no pasaba de diez rublos, le dió un billete de veinticinco, pues no tenía otro dinero. Y para animarle un poco y despertar en él cierto interés por la realidad, le obsequió con una taza de vodka, so pretexto de que hacía frío y había que entrar en calor. Kukuchkin, luego de santiguarse, se bebió el vodka; pero no escupió después, ni dió las gracias, como acostumbraba: se limitó a secarse los labios de un modo violento, furioso, como si quisiera borrar todo vestigio de su capitulación vergonzosa ante el vodka de su señor.

Momentos después, el capitán le oyó marcharse. «¡Vaya un portazo!—se dijo—. ¿Qué mosca le habrá picado? Está como loco. Me falta al respeto; la casera se queja de sus groserías...»

Pero no tardó en olvidar tales naderías, pensando en lo que iba a divertirse al día siguiente por la noche.

Después de beberse dos copas más de vodka y pasearse un poco a través de la estancia, cogió un cajón vacío, lo colocó delante de la chimenea y se sentó en él. Las amarillas lenguas de fuego lamían, lánguidas, los leños, que silbaban como enfurecidos.

Nicolás Ivanich recordó otra mañana, distante veinte años de aquélla, en que también se había sentado en un cajón, junto al fuego. Acababa entonces de llegar a aquella ciudad e ingresar en aquel maldito regimiento, donde se ascendía tan despacio. Entonas aun no estaba calvo y su rostro no estaba rojo y abo-