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Chistiakov llamó y, como no le abriesen, empujó la puerta y entró. En la habitación no había luz, y sobre el fondo claro de la ventana se destacaba el cuerpecillo de Rayko, acodado en el antepecho. El menudo servio estaba cantando.

—¡Rayko!— murmuró Chistiakov.

Pero Rayko no le oyó. No había oído el ruido de la puerta ni el de los pasos de su compañero. Miraba al alto muro de ladrillos, ennegrecido, que se alzaba frente a la ventana, y cantaba. Hablaba en su canto de la patria lejana, de sus dolores, de las lágrimas de las madres y de las esposas que habían perdido a sus hijos y a sus maridos, y le pedía a la patria lejana una fosa en su suelo e imploraba de ella la dicha de besar, antes de morir, la tierra que le había visto nacer; hablaba en su canto, con odio mortal, de los enemigos, y, con amor y lástima, de los compatriotas vencidos; hablaba en su canto del servio Boyovich, vilmente asesinado, y de sí mismo, de su propio dolor, de aquel dolor inmenso que pesaba sobre su corazón, lejos de su querida e infortunada patria.

Chistiakov no entendía las palabras; pero los sones de la canción, rudos, primitivos, salvajes, cual si brotasen de la propia garganta de la tierra, dolientes como los aullidos de un perro abandonado, llenos de tristeza y de odio, eran de una elocuencia tal, que, sin entender las palabras, se veía el sangrante corazón del cantor.

La voz de Rayko se apagó de pronto en una nota alta y vibrante de cólera. Hubo un largo silencio. Luego, Chistiakov, acercándose a Rayko, cuyos ojos