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sarta de perlas, bellas y puras como lágrimas caídas del cielo:

Y penan desde el orto hasta el ocaso.

«¡Sí, es ella, es ella la que canta!—pensó Chistiakov, mirando el pálido rostro de la soprano—. ¡Y me alude! ¡Si, sí, me alude!»

Como se funden tres colores, se unieron las tres voces en una armonía majestuosa y triste:

Paz y reposo a todos los cansados,
a los que sin holgar pasan el día
y penan desde el orto hasta el ocaso.

Luego se cantaron otras canciones tristes; pero Chistiakov no las escuchaba: se tenía una lástima infinita a sí mismo, que penaba «desde el orto hasta el ocaso», y también se la tenía a alguien, grande, desconocido, que necesitaba, como él, paz, reposo y amor.

Le sacó de su abstracción una alegre y ruidosa algazara alrededor de Rayko. Los estudiantes estaban haciéndole rabiar. El servio, contra su costumbre, callaba. Sus ojillos, agudos como el aguijón de una avispa, lanzaban en torno rápidas miradas.

—Di, Rayko—le preguntó Vanka Kostiurin—: ¿los servios tienen todos la nariz ganchuda como tú?

—Hace pocos días—dijo Rayko lentamente—un servio, llamado Boyovich, fué asesinado por los turcos, en la frontera.

Todos se imaginaron al pobre Boyovich un hombre de nariz ganchuda, como la de Rayko, con una ancha herida en el cuello. Y para ahuyentar de su mente