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Al día siguiente, Kostiurin tuvo remordimientos de conciencia y le hizo una visita. No había estado nunca en su cuarto.

—¡Qué cuarto más mono!— dijo—. ¡Parece la celda de una monja!

Y de pronto se echó a llorar. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, resbalaban por las largas guías de su bigote y caían sobre el rojo y sucio tapete de la mesa.

Algunos días después, Tolkachov hacía de nuevo alardes de musculatura ante sus compañeros; pero Chistiakov no podía ver su cuello de toro y sus enormes puños sin horrorizarse: se sentía en su presencia débil e indefenso como un pollo en presencia de un buitre. La fuerza bruta se alzaba ante él como una amenaza terrible.

No le daba ya la mano al hércules. Tolkachov se reía, desdeñoso, de él y le decía:

—¿Cuándo te largas, por fin, al extranjero? ¡Si tardas mucho, el mejor día te rompo los riñones!

Chistiakov le oía lleno de terror y no le contestaba. «Es tan bestia—pensaba—que le habla a una persona que no le da la mano.»

Tolchakov añadía:

—No te asustes; es una broma. Yo no sería capaz de pegarle a un alfeñique como tú.

Todos exhalaban un suspiro de alivio. Temían que Tolkachov hiciera alguna barbaridad.

—¿Por qué no te reconcilias con él?—le preguntaban a veces a Chistiakov.

Y en tono no muy entusiástico aseguraban que, en