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era la de un hombre que está en la estación esperando el tren: charla, fuma, se pasea, pero a cada momento saca el reloj.

Nunca contaba nada de su vida, y nadie sabía por qué, a pesar de sus veintinueve años, estaba empezando sus estudios universitarios. En cambio, hablaba por los codos del extranjero, de lo que acontecía en otros países. Y a todo el que le presentaban le refería, entre otras cosas leídas en libros y revistas, que en la mejor plaza de Cristianía el pueblo les había erigido sendos monumentos a Bjorson y a Ibsen, sin esperar a que se muriesen.

—Los dos insignes literatos—decía—se emocionan tanto al pasar por esa plaza y ver sus hermosas estatuas, muestra del amor de todo un pueblo, que lloran mirándolas.

Y volvía un poco la cabeza, tratando de ocultar las lágrimas que arrasaban sus ojos.

Una noche, hablando del dinero que había conseguido economizar para irse—y que ascendía ya a 220 rublos—, se quejó amargamente del padre de un discípulo suyo que, sin excusa alguna y del modo más.cínico, se había negado a pagarle 11 rublos que le debía. El había insistido en su justa reclamación, y entonces el otro se había reído de él en sus barbas y le había echado a la calle.

—¡Ya veis, un dinero que me he ganado con el sudor de mi frente y a costa de mi salud!

—¡Bueno, no lloriquees más!—profirió Vanka Kostiurin—. Si quieres, haremos una colecta y te daremos los once rublos.