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decía—rojas de sangre») y recordaba el robo del portamonedas («que tal vez—añadía—no sea el único que ha cometido»).

Kolosov se ahogaba. Cerró los ojos y, con la emoción de un condenado a muerte al ver desde el cadalso el sol, el cielo azul, la verde campiña, pensó en su hogar, en sus hijitos, que ya estarían acostados... ¡Oh, si en aquel momento hubiera podido apoyar, dobladas las rodillas, su frente dolorida en aquellos cuerpecillos puros! ¡Oh, si hubiera podido huir de aquel horror!... No, no podía. Tania también tenía un hijo.

Sentía violentos impulsos de lanzar un grito salvaje, desesperado, de dolor. Hubiera querido poseer el verbo de los dioses, para improvisar una oración tonante como un trueno y abrir con ella a la piedad los corazones más crueles. De haber sido él un dios, el huracán de su elocuencia hubiera estremecido hasta los muros de la sala. ¡Qué triste era ser hombre, nada más que hombre!

El fiscal terminó su discurso. El público tosió y se removió durante unos momentos, y empezó a hablar Pomerantzev. Su palabra, flúida como el agua de un arroyo; su voz robusta, de vibraciones suaves, fueron como un claro fulgor que irrumpiese en una estancia obscura. Se oyó una risita en el fondo de la sala: el orador le había lanzado al fiscal un sutil dardo de ironía. Kolosov, ante el gesto plácido y los elegantes ademanes de su compañero, pensó, suspirando: «¿Qué sabes tú lo que es sufrir?»

Cuando le llegó a él su turno y dió principio a su