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testigos, interminable, fatigoso. Ante los ojos de Kolosov desfilaban amos de taberna, endomingados y corteses; mozos de estaminet, cariadormilados, noctámbulos de baja estofa. Unos hablaban por los codos y no habla manera de hacerles callar, y a otros, en cambio, era necesario arrancarles casi una por una las palabras. Uno de los testigos era un muchachito muy peripuesto, delgado, tímido, extremadamente simpático. El presidente le dirigió algunas palabras de aliento y le preguntó qué hacían Tania y los otros dos acusados cuando iban a casa de su abuela.

—Pelan patatas—contestó él, en tono ingenuo, y se sonrió.

Los jueces, los jurados y el público se sonrieron también, y hasta Tania, que lloraba en silencio, se sonrió a través de las lágrimas. Kolosov se dijo, mirándola: «Sólo por esa sonrisa debían absolverla.»

Su malestar iba en aumento. Veía girar ante sus ojos círculos luminosos; escuchaba con dificultad lo que se hablaba en torno suyo; las palabras llegaban a él desprovistas de sentido; el presidente le había llamado la atención por hacerle a un testigo dos veces seguidas la misma pregunta. Una profunda apatía le dominaba. Tratando de sacudirla, se fumó cuatro o cinco cigarrillos en el descanso y se bebió una copa de coñac; pero la excitación que el alcohol y el tabaco le produjeron fué muy breve, y tras ella su aplanamiento era mayor. «¿Qué es esto, Dios mío?», se preguntaba, sintiendo un ligero escalofrío.

Pomerantzev, osado, decidido, enérgico, cumplía su cometido de un modo admirable: preguntaba sin