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suelo. Al, contrario; la curiosidad que se pintaba en todos los rostros se avivó: la acusada empezaba bien.

El primero que declaró fué Gorochkin, un buen mozo, moreno, rufianesco, engreído. Hablaba lentamente y de un modo redicho, con cierto aire de superioridad indulgente sobre cuantos le rodeaban.

Según su declaración, el crimen había sido cometido por los tres acusados. El y Tania hablan sujetado a la víctima, y Jobotiev le había estrangulado.

Jobotiev, un hombre sin personalidad alguna, repitió ce por be la declaración de su compinche, y sólo se apartó de ella en lo referente al reparto del dinero robado. Ni la perspectiva del presidio podía hacerle olvidar que Gorochkin se había adjudicado la parte del león.

Le llegó su turno a Tania.

Kolosov esperaba su declaración con el alma en un hilo. Y cuando oyó sus primeras palabras se dijo: «¿Dónde están la energía y el acento de sinceridad con que me convenció a mí de su inocencia, y que eran sus únicas armas?»

La joven hablaba prolija y desmañadamente, deteniéndose en la exposición de detalles sin importancia; empleaba un lenguaje soez, y cuanto más empeño ponía en convencer al tribunal y al Jurado de que ella no había tenido participación en el crimen, más mentirosas parecían sus afirmaciones y más se acentuaba la prevención del auditorio en contra suya.

«¡Mejor sería que callara!», pensaba, indignado, Kolosov, para quien cada nota falsa en la voz de Tania era como un alfilerazo. No miraba al público ni