su defensa. ¿Qué podría, en efecto, decir ante el tribunal como abogado de la joven? Tendría que hablar de la injusticia y de la vileza sociales, de la terrible e incesante lucha por la vida, de los ayes de los vencidos sobre la ensangrentada arena del campo de batalla. ¿Pero acaso se le podía hacer sentir todo el horror de tales ayes a quien no los había oído nunca, a quien la sordera del corazón le impedía oírlos?
Se había pasado la noche preparando la defensa. Al principio había trabajado con gran premiosidad; mas después de tomarse unas cuantas tazas de café muy cargado y fumarse ocho o diez cigarrillos, sus ideas dispersas habían empezado a sistematizarse. Más sobreexcitado a cada instante, animado por el hallazgo de numerosas expresiones felices y bellas, había conseguido, al cabo, delinear un discurso lleno de fuerza y, al menos para él, convincente. Disipado el miedo que Tania le había contagiado, se había acostado, apuntando ya el día, seguro de sí y de su triunfo.
Pero aquella mañana, a causa de la larga noche de vigilia, se había levantado con la cabeza dolorida y como vacía. Algunas frases aisladas de su discurso, anotadas en un papel, le habían parecido artificiosas y demasiado retumbantes. «Quizá en el momento decisivo—habíase dicho—se me avive el seso y me vuelvan los ánimos.» Y se había ido a ver a Tania. La profunda apatía que se revelaba en su voz y en su actitud le había sorprendido desagradablemente.
—No deje usted, Tania, de decir ante el tribunal cuanto me ha dicho a mí, y dígalo en el mismo tono,