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Oyendo sus palabras, llenas de cólera; viéndola temblar de indignación, llameantes los ojos, el abogado comprendió que era capaz de defenderse. No de otra suerte se defiende una bestezuela panza arriba, prestos los dientes a clavarse en la mano que intenta asirla y más digna de lástima, en su furia aparente—toda terror y dolor—, que si lanzase desesperados gritos.

Llorando y casi sin ninguna esperanza de que la creyesen, Tania contó cómo se había cometido el asesinato. Al pasar ella y los tres hombres, luego de copear en casi todas las tabernas del barrio, por una huerta solitaria, Iván Gorochkin, su amante, y Vasily Jovotiev se lanzaron sobre el desconocido y empezaron a estrangularle.

—¡Qué horror el mío, señor! «¡Asesinos», les grité; pero Iván me amenazó con matarme, y siguieron apretándole el cuello al desgraciado, que comenzó a hipar. «¡Asesinos!», repetí, acercándome a ellos, dispuesta a agarrarles de las muñecas. El bandido de Iván, entonces, me dió una patada en el vientre y me dijo: «¡Cuidado, no hagamos lo mismo contigo!» Yo, aterrorizada, eché a correr y, sin saber cómo, pues ni miraba por dónde iba, llegué a casa de la Marfucha. Había perdido el chal... Me acosté...

Al día siguiente, Tania le reprochó a su amante el crimen; pero Iván Gorochkin le asestó un par de puñetazos, y hora y media después la joven cantaba y lloraba a la vez, bebiendo vodka comprado con dinero del muerto.

Kolosov le hizo dos nuevas visitas a la procesada, pareciéndole más difícil, después de cada una de ellas,