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de sus numerosas tabernas, frecuentadas por la hez de la población, se había cometido un asesinato. Un individuo, que debía de ser comerciante o viajante de comercio, y que se había pasado la noche de juerga, en compañía de dos descamisados y una prostituta, llamada Tanka, la Manos blancas, había sido hallado por la mañana, estrangulado y robado, en una huerta.

Una semana después, Tanka y los dos descamisados fueron detenidos y se confesaron autores del asesinato.

Kolosov se encargó de la defensa de Tanka. En la cárcel, adonde fué a verla, le esperaba una grata sorpresa. Tanka, o Tania, como él empezó en seguida a llamarla, era una muchachita muy linda, modesta, tímida, vestida y peinada de un modo nada llamativo. Debido quizá a que el aislamiento había borrado de su faz los vestigios de su vergonzoso oficio, o bien tal vez porque el dolor la había humanizado y ennoblecido, lo cierto era que la joven no parecía una de aquellas criaturas despreciables de que él había oído hablar. Sólo su voz, un poco ronca, denunciaba su mala vida, sus noches de libertinaje y embriaguez.

Kolosov se convenció en seguida de su inocencia. La había perdido el miedo, el miedo de un ser humano colocado en lo ínfimo de la escala social, humillado por todos los que están sobre él. Todos eran más fuertes que la sinventura, y se creían con derecho a ultrajarla: el amante, cruel, siempre dispuesto a darle una paliza; el policía, cuyo presuntuoso autoritarismo la aterrorizaba; los que compraban sus caricias.

El misterio
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