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El turista gordo.— Hijos míos, qué tragedia! El sinyen tura ha perdido el juicio. ¿Os acordáis de Hamlet?

El desconocido (en tono desapacible).—Díganle que me duelen los riñones.

Macha (melancólica).—Papá: ¡le tiemblan las piernas!

Katia.— Son convulsiones. ¿Verdad, papá?

El turista gordo (entusiasmado).—No sé. Creo que sí. ¡Pero qué tragedia!

Sacha (malhumorado).—Son las convulsiones de la agonía... Papá: ¡yo no puedo más!

El turista gordo.—¡Qué extraño fenómeno, hijos míos! Un hombre que de un momento a otro va a romperse la crisma se queja de dolor de riñones.

Unos cuantos turistas furiosos llegan empujando a un señor de chaleco blanco, muy asustado, que le sonríe y le hace reverencias a todo el mundo y de cuando en cuando trata de huir.

Voces.—¡Es una burla intolerable! ¡Guardias, guardias!

Otras voces.—¿De qué burla hablan?... ¿Quién es ese hombre?... ¡Debe de ser un ladrón!

El señor del chaleco blanco (sonriendo y haciendo reverencias).—¡Ha sido una broma, respetables señores! El público se aburría...

El desconocido (furioso).—¡Señor fondista!

El señor del chaleco blanco.—¡En seguida, en seguida!

El desconocido.—¡Yo no puedo estar aquí eternamente! Habíamos convenido en que estaría hasta las doce, y ya es mucho más tarde.