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su inexpresivo semblante la alegría, el asombro, el horror, la tristeza, cuando alguna persona mayor decía algo que «debía» alegrar, asombrar, horrorizar o entristecer a sus oyentes. Diríase que no era un niño, sino alguien que representaba concienzudamente el papel de niño. Hasta cuando jugaba lo hacía a ruegos de las personas mayores y como si hubiera aprendido a jugar en sueños; pues sus dos hermanitos—un niño de siete años y una niña de cinco—mal podían haberle enseñado: no jugaban nunca.

A estos dos niños los veía yo muy poco: estaban siempre en compañía de su vieja aya inglesa, con la que mi absoluta ignorancia del idioma inglés me impedía conversar.

Traté de habituar a mi discípulo a pasearse conmigo; pero se paseaba de un modo absurdo, artificioso, como un muñeco mecánico, como un niño bien educado de madera o de celuloide.

Una tarde bajé al jardín y le vi sentado en un banco muy limpio, a la orilla de una vereda, también muy limpia y sin huella alguna, llorando. Tenía una rodilla entre las manos y se mordía el labio inferior. Era la primera vez que veía yo en su rostro una expresión verdaderamente infantil. Sin duda se había caído y se había hecho bastante daño. En cuanto advirtió mi presencia, dejó de llorar, se levantó y salió a mi encuentro, cojeando un poco.

—¿Te has hecho daño, Volodia?

—Sí...

—¡Llora, llora!