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II

Pero antes voy a hablar de mi vida entre aquellas gentes tan extrañas, tan desagradables y tétricas, a pesar de su regocijo.

Por la mañana ejercía durante dos horas mis funciones docentes. Volodia, mi discípulo, era un muchacho de ocho años, muy bien educado, cortés como un gentleman, estudioso, dócil. No apoyaba, como otros discípulos míos, las rodillas en el borde de la mesa, no se metía los dedos en las narices, no tiraba la tinta, no decía sandeces. Escuchaba mis explicaciones con un aire tan grave como si yo fuera el rey Salomón y él uno de mis súbditos. No sé si, en efecto, me creía un sabio; pero me azoraba en extremo aquella grave atención, que parecía darle un enorme valor a cada una de mis palabras. Todos los días, excepto los festivos, aparecía, a las diez en punto, ante mi mesa la cabeza rubia, pelada al rape, de Volodia, y a las doce en punto desaparecía. El rostro del muchacho era achatado, blanco, desprovisto de cejas, y los ojos, claros, muy separados, se destacaban en él con gran relieve, como si estuvieran en un plato. La pobre criatura no tenía, estéticamente, mucho que agradecerle a la Naturaleza. «Acaso con el tiempo—pensaba yo—se haga más guapo.» A pesar de su aire respetuoso y de su prudencia, no me era simpático. He dicho «a pesar», y debiera haber dicho «a causa»: lo encontraba demasiado dócil y cortés. Sólo se reía cuando alguna persona mayor bromeaba, y lo hacía como para complacerla. Sólo se pintaban en